La moda en 1890
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Cartel de Tolouse-Lautrec para "Divan Japonais" , 1893 |
La bailarina Jane Avril está sentada en un palco de la sala Diván Japonés, teatro de variedades situado en el 75 de la rue des Martyrs de París. Parece ajena a la actuación de la cantante Yvette Guilbert, con sus característicos guantes largos, otra de las musas de Tolouse-Lautrec. La bella y elegante Jane se deja admirar por un caballero un tanto vetusto situado a su derecha.
Su traje, su sombrero, incluso su abanico son de un negro profundo, contrastando con su blanca piel y sus cabellos rojizos. El cuello es alto y cerrado, las mangas están ligeramente abombadas, el pecho y la cintura evidencian el corsé que está debajo, la falda es recta y aparentemente sencilla, sin asomo alguno de polisón.
El sombrero es toda una obra de arte: un delicado bonete rematado por altísimas plumas, atado con un lazo bajo la barbilla. Sus cabellos se recogen en un abultado moño y la frente se cubre con un flequillo que se adivina rizado.
Es tan hermosa, tan delicada, tan elegante, que dan ganas de despegar su figura muy lentamente del papel, plegarla con cuidado y guardarla entre las páginas de un libro perfumado.
En realidad la señora era "de armas tomar" y el caballero que le acompaña era probablemente uno de sus muchos adinerados admiradores. Nunca como durante la Belle Époque ha sido tan evidente la eterna paradoja de la moda: la diferencia entre la ilusión y la realidad que se esconde tras ella, la eterna discordancia entre la forma de la moda y el fondo de la condición humana.
Precisamente son estas imágenes de Tolouse-Lautrec y otras muchas de sus cuadros y carteles, las que más fácilmente se nos vienen a la cabeza cuando intentamos representarnos la estética de aquellos tiempos. Sin embargo la década de los 90 no fue la única de las que conformaron la bella época, aunque sí es posible que fuera su momento de máximo esplendor, su punto más álgido.
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"Jane Avril entrando en el Moulin Rouge", Tolouse-Lautrec, 1892 |
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La famosa figura "reloj de arena", la más característica de la década |
Ningún cambio en moda que sea verdaderamente significativo se realiza de la noche a la mañana, y así a principios de la década aún se impone una figura estrecha frontalmente, con un polisón de tamaño más reducido que en la década anterior que irá paulatinamente desapareciendo.
El corsé continúa su reinado implacable, casi dictatorial, y sigue estrechando la figura pero tan sólo hasta la cintura, para expandirse en la cadera y desplazar hacia ésta el punto de interés que anteriormente había residido en la espalda, por mor del desaparecido polisón.
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En 1896 la figura de "reloj de arena" llegó a su máximo esplendor, con sus enormes mangas de pernil y abundantes enaguas |
Se hacen muy populares las capas con cuello alto (en ocasiones, de piel) como prenda de abrigo, así como las chaquetillas cortas y entalladas, cruzadas con grandes botones, faldones con pliegues sobre la cadera y las inevitables mangas fruncidas.
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"El vendedor de castañas asadas" de Jean Béraud, hacia 1895 |
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Delicados tocados de encaje y plumas, con sus no menos delicadas sombrillas |
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Jane Avril nos muestra sus finos tobillos enfundados en medias negras |
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Aunque tanto zapatos como botines podían ser de colores claros o brillantes, con bordados y aplicaciones, el más utilizado era el color negro |
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En esta preciosa ilustración del checo Vaclav Olivia podemos admirar el estilizado perfil de la década |
Las mujeres, que ya en la época anterior habían empezado a conquistar tímidamente parcelas antes vetadas como el deporte, el automovilismo o ciertas actividades profesionales, buscan la comodidad del atuendo masculino y adoptan -y adaptan- los trajes sastre de patrones y tejidos más sobrios y oscuros, respectivamente.
Este atuendo, más informal y cómodo, es adoptado cada vez más para el día a día, pero sin abandonar el corsé, las enaguas (menos voluminosas) y los cuellos altos, en algunas ocasiones duros, de celuloide, como los de los hombres y que llevarán, al igual que ellos, con pequeñas corbatas.
En los cuadros de Jean Béraud podemos admirar a estas gentiles damitas, delicadas, alegres y vulnerables, aún cuando vistan con colores oscuros y tejidos sobrios.
En los cuadros de Jean Béraud podemos admirar a estas gentiles damitas, delicadas, alegres y vulnerables, aún cuando vistan con colores oscuros y tejidos sobrios.
"Parisina en la Plaza de la Concordia" de Jean Béraud, 1896 |
En cuanto a los peinados, se llevan los cabellos ondulados con moños altos, que son ideales para enmarcar la delicada cabeza que surge de los altos y rígidos cuellos.
A causa del omnipresente corsé, la poitrine sigue siendo abundante y abultada, emergiendo de la estrecha cintura, ajustada en ocasiones por cinturones, algo más anchos que en la década anterior. A principios del siglo XX esta abundancia ideal llegará a su punto álgido, hasta deformar ópticamente la figura femenina y conseguir, por su abuso, desterrar la palabra corsé del vocabulario de la moda.
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Corsés de la década de 1890: no se diferencian demasiado de la década anterior aunque tienden a enfatizar más las caderas |
En lo que se refiere a los accesorios, los básicos siguen siendo los de la década anterior, con pocas variaciones. Para buen tiempo las sombrillas siguen siendo tan obligadas como primorosas. Los abanicos, pequeños y discretos durante el día y de plumas para la noche. Comienza a imponerse, lentamente, el uso de boas de plumas (avestruz, marabú o gallo) que en la década siguiente serán el complemento número uno de las elegantes. Otro accesorio de gran clase, éste para el invierno: el manguito, de piel o al menos forrado de ella. Sigue imponiéndose el uso de los guantes, cortos para la día y largos para la tarde o la noche, como los de la Guilbert, todo un clásico en cualquier época. Guantes que llegaron a tener hasta ¡20 botones! que abotonar o desabotonar, debido a su longitud.
Los trajes de noche o de gala, para bailes, cenas o teatros, siguen siendo suntuosos en formas y tejidos: cuerpos entallados con hombros al descubierto y escotes vertiginosos; largas faldas con aún más largas colas; terciopelos y rasos bordados; mangas en el mismo tejido o de encaje, en ocasiones con relleno para dar más volumen. En fin, el mismo concepto de opulencia que en la anterior década, pero con mangas de pernil y ausencia de polisón.
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Yvette Guilbert y sus larguísimos guantes, en este cartel, por cierto, manejando a un pobre hombre a su antojo... |
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Este elegante vestido, excelentemente conservado, es un perfecto ejemplo del traje de gala de la década de 1890 |
El uso de las pieles, antes casi exclusivamente reservado para los caballeros, se pone de moda para las mujeres. Se pueden ver tan solo ribeteando y forrando capas, chaquetas y "tres cuartos", o como el único material de abrigos enteros, dependiendo de las posibilidades económicas. A veces un simple manguito o un boa de piel, bastan para dar el ansiado toque de distinción y originalidad.
Son especialmente reseñables dos vertientes de la moda en estos años: el atuendo deportivo y el vestuario para espectáculos.
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Este traje de patinadora, de lana o terciopelo, lleva capita y falda ribeteadas en piel y el imprescindible manguito... con guantes |
La mujer que a finales del siglo XIX va sintiéndose liberada gracias las nuevas leyes y los derechos civiles recientemente adquiridos, accede con entusiasmo al mundo de los deportes y adapta una vestimenta ad hoc para cada situación. Los sports al aire libre, que causan furor especialmente en las sociedades anglosajonas, exigen tejidos ligeros y transpirables, como las camisas masculinas de popelín a rayas, que se convierten en un clásico para la mujer moderna. Se realizan atuendos exclusivos para jugar al tenis, aunque no tienen nada que ver con las falditas cortas de la actualidad, resultando todavía algo aparatosos; para pasear en automóvil, invento que causa furor y espanto a partes iguales; para montar a caballo más cómodamente, gracias a un traje de amazona que libera ingeniosamente las piernas y que consta de levita masculina, falda abierta que llega a los tobillos y camisa blanca con lazada; para patinar, para el montañismo, para deportes náuticos,...
Los trajes de baño van evolucionando, pero más lentamente: siguen siendo pesados y rígidos, aunque prescinden de algunos metros de tela con respecto a la década anterior.
Con el ciclismo surgen los bombachos, herederos de los bloomers de mediados de siglo. Unos pantalones femeninos a imitación de los masculinos todavía eran impensables, así que gracias a los abultados bombachos que ocultan las partes más comprometidas pero que dejan libres las piernas desde la rodilla, las mujeres pueden montar en bicicleta con cierta soltura.
Los trajes de baño van evolucionando, pero más lentamente: siguen siendo pesados y rígidos, aunque prescinden de algunos metros de tela con respecto a la década anterior.
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Este traje de baño de popelina oculta unos pololos del mismo tejido y se llevaba, además, con medias tupidas y zapatillas |
Estos bombachos o bloomers se admiten tan sólo para montar en bicicleta, causando todavía en la sociedad asombro e indignación a partes iguales. Aún habrán de pasar entre 30 y 40 años para admitir el uso del pantalón en las mujeres y adaptarlo a las modas del momento.
El vestuario para espectáculos es aquél que más fácilmente reconoceríamos como distintivo de la Belle Époque: el traje de can-can. Con su falda corta y acampanada, bajo la cual surgen capas y capas de rizadas enaguas, este traje se convertiría con el tiempo en el "uniforme" de la cupletista debido a su vistosidad, su picardía y la facilidad que otorgaba para el baile.
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El atuendo ideal de la ciclista 1890: bloomers, canotier y guanteletes |
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Escena de can-can en el interior del Moulin Rouge hacia 1890: pololos de fantasía, enaguas bordadas, medias negras caladas y escotes pronunciados |
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En este figurín de 1898 se puede ver el inicio de la reducción de volúmenes, tanto en las mangas como en las faldas |