La Fornarina y otras cupletistas que marcaron una época

La Fornarina y otras cupletistas que marcaron una época: mujeres ayer admiradas, hoy olvidadas

domingo, 18 de marzo de 2012

Intermedio: La imagen de la cupletista III (2ª parte)

Pyl y Myl, imagen perfecta del atuendo escénico en España
durante los años veinte y treinta, en su vertiente más moderna

En la primera parte de este Intermedio os he hablado sobre la imagen más folclórica del atuendo de las cupletistas y bailarinas españolas durante los años veinte y treinta. La otra vertiente, la más moderna y efímera, se vio influenciada fuertemente por el cine de Hollywood, las revistas musicales francesas y, sobre todo, por los nuevos ritmos de baile: el charlestón, el jazz y el tango. Este atuendo perduró en la revista musical durante décadas, y le dedico un capítulo que, siempre desde el cariño, he titulado

El reinado de la pluma

Hemos visto que en estos años, ya perdida la sicalípsis (para siempre jamás) y encontrado el filón del sentimentalismo, el cuplé se ha visto dignificado no solo en su contenido sino en su forma gracias a artistas como La Goya o Raquel Meller. La primera impuso el cuplé a transformación, cambiando su vestuario para cada número. La segunda adoptó está moda y la perfeccionó, convirtiendo cada canción en un número individual, una pequeña representación de apenas unos minutos que no necesitaba ni tan siquiera una escenografía ad hoc para funcionar. El vestuario de las cupletistas "serias" se caracterizó en esta época por... la falta de características, precisamente.
María Conesa, con sombrero mejicano, también adoptaba
diferentes vestuarios para cada uno de sus temas

Ni ellas ni otras de su generación serían ya capaces de lucir las provocativas deshabillés que en su momento desvistieron sabiamente a artistas como Chelito, Preciosilla, la Cachavera y muchas otras (incluida la Meller de su primera época). Y sin embargo, siempre ha necesitado la escena de guapas señoritas que lucieran sus encantos como reclamo para los espectáculos más frívolos.
Gloria Guzmán, la increíble "Mae West española",
y sus atrevidísimas transparencias

Si una cancionista de primera fila, con su respetable y aburguesado público, no se atrevía a mostrar chicha y además se podía permitir el no hacerlo, allí estaban, haciendo cola a la puerta del teatro, cientos y cientos de espléndidas muchachas dispuestas a enseñar lo que hiciera falta. Estas chicas, guapas, vistosas y mucho más esbeltas que sus antecesoras de veinte o treinta años atrás, tuvieron su oportunidad para conseguir la fama empezando como coristas en los cuerpos de baile. Su atuendo, como es de imaginar, era lo más escueto posible. A medida que ascendían puestos, aumentaba la riqueza de los tejidos y sobre todo se le añadían plumas y más plumas, y cada vez más plumas. Pero seguían enseñando todo lo que fuera posible, y cada vez más hasta llegar durante la Primera República al desnudo en escena, que por su importancia se merece entrada aparte. Sin llegar a este extremo del desnudo, incluso las cupletistas más veteranas, como Carmen Flores, se vieron obligadas a lucir piernas, escotes y, sobre todo, plumas y más plumas.
Carmen Flores, cupletista veterana, también se apuntó
a la moda de la pluma, superando a todas las demás...

... con excepción de Edmond de Bries, su principal
y peligroso adversario en el reinado de la pluma

Los entrañables espectáculos de variedades van desapareciendo, y sus artistas se ven obligados a reciclarse al circo o a los pequeños escenarios de los pueblos. Pero en la gran escena las variedades no desaparecen sino que se transmutan, con gran esplendor, en la revista musical de gran vistosidad. Empresarios como José Juan Cadenas -otrora esquivo novio de Fornarina- producen espectáculos inspirados en los montajes de París o Nueva York, invirtiendo grandes sumas en vestuario, decorados e iluminación.
En la revista "Noche Loca" de 1928, se bailaba el tango apache
y el argentino. Las coristas con lanzas no tienen desperdicio

Al igual que existió un primer uniforme de cupletista y un segundo uniforme de folclórica, en estos años existirá un nuevo atuendo uniformado para la revista musical que, a grandes rasgos, constaba de los siguientes elementos:
  • Escuetos conjuntos de dos piezas, formados por cuerpo y pantalón corto, o de una sola pieza tipo "mono", inspirados sin remordimiento alguno en los maillots de baño. La libertad de movimientos que permitían y su no menor libertad a la hora de destapar el cuerpo de la mujer, hizo este atuendo el ideal para las vedettes, coristas y para las bailarinas más atrevidas.
El estilo de Clara Bow, la primera "flapper", influyó
poderosamente
en la moda y en los escenarios españoles

La gran Celia Gámez, diva entre las divas, en los inicios
de su carrera, con "maillot" y tocado de plumas
  • Vestiditos cortos, con flecos o volantes, de talle bajo en los años veinte y con línea tubular en los treinta, con tirantes caídos y amplios escotes, en muchas ocasiones en la espalda. Este estilo flapper(1), llegado con el cine desde Hollywood de la mano de estrellas como Joan Crawford o Clara Bow, también fue adoptado en la calle y era el ideal para bailar el charlestón o el tango.
La bellísima Conchita Dorado, bailarina de charlestón
entre otras cosas,
fue una atrevida "flapper" a la española
  • Algunas cupletistas adoptaron en alguno de sus temas, y especialmente para la danza, el atuendo masculino considerado más elegante en aquellos años: frac, pantalones de pinzas, chaleco blanco, camisa y corbata de lazo igualmente blancas, sombrero de copa y zapatos de baile acharolados.
Irene Cuellar, en 1922, preparada para bailar cualquier
cosa: desde un cake-walk hasta un claqué
  • Aparatosos tocados altos, enormemente imaginativos, casi siempre con plumas y, como contrapartida, una moda que duró pocos años pero ha resultado ser inolvidable: el sombrero de copa (el top hat de Fred Astaire) o chistera, sombrero básicamente masculino pero que muchas artistas adoptaron por su enorme cualidad favorecedora.
María Caballé, Tina de Jarque e Isabelita Ruíz, luciendo
"maillots" de lamé y altísimas plumas de marabú

A Reyes Castizo "La Yankee", a pesar de ser sevillana,
no le dio por la peineta sino por el sombrero de copa
  • En cuanto a los tejidos, se impusieron principalmente para la escena: el lamé (tela brillante realizada con hilos metalizados, normalmente dorados o plateados), el satén (con su caída ideal para el baile), las gasas y tules bordados con lentejuelas o pedrería y las telas íntegramente cuajadas de pailletes, en todos los colores posibles. Mención aparte merecen los flecos, siempre en movimiento, el remate más alocado para los vestidos de baile.
Aspecto del número final de la revista musical
"La orgia dorada", el gran éxito de 1928
  • Mención aparte merece una extraña moda escénica: el regreso del miriñaque. Inspirado directamente en el del siglo XVIII, este aparatoso accesorio fue adoptado por vedettes y cupletistas con un entusiasmo digno, sin duda, de mejores causas. Todas, desde la Goya a Tina de Jarque, pasando por Raquel Meller o Conchita Piquer, llevaron este "pegote" interior, sobre el que pendían volantes, lamés abiertos cual cortinones o todo tipo de colgantes. La moda, para más pasmo, duró una década larga.
La Goya y su miriñaque, en su caso de romántico
encaje de "valenciennes" y un diámetro discreto

En cuanto a los accesorios: las medias de seda, las carísimas mallas para la escena (en muchas ocasiones, toda una inversión para la artista); los zapatos "joya", de tafilete o forrados de satén, con tacón medio, el más indicado para el baile; los abanicos de plumas de avestruz; los exóticos turbantes y la última moda en sombreros, los casquetes, adaptados a la forma de la cabeza y cubriendo casi completamente los ojos; y por último, aunque no menos importantes, los larguísimos collares de perlas o cuentas de cristal, una de las imágenes más prototípicas de los años veinte junto con los también largos pendientes.

Teresita Zazá se apuntó a la moda del turbante, el collar de cuentas
y los pendientes largos, en este caso uno y otros de coral

En lo que se refiere al maquillaje y la peluquería, nunca como en esta época se han confundido calle y escenario, alegremente unidos y compenetrados. En esto, como en otras cosas, la enorme influencia del cine marcó la pauta. Por ello, no tengo claro si la mujer de la calle imitaba a la artista o ésta, simplemente, lucía en escena la misma imagen de la calle con muy pocos cambios: bajo la luz de los focos el maquillaje tenía que ser a la fuerza más oscuro y contrastado, pues corría el peligro de difuminarse y "perderse". Los peinados, de los que ya os hablé en la primera parte de esta entrada, seguirán basándose en las ondas al agua, la brillantina a tutiplén y los cortes a lo garçon, que tanto escandalizaron a los ciudadanos más conservadores.

"Cinco alegres chicas del Romea" en 1930
(Perlita Greco,
arriba a la izquierda), maquilladas y peinadas para su época

Resumiendo: el atuendo de la cupletista, en esta última época, se reconvierte en el uniforme de la revista musical, con sus espectaculares y desvestidas vedettes. La cupletista se convierte en cantante y se viste a la moda, lo más elegantemente posible, o se "transforma" para interpretar un tema en concreto, cuando no se pasa directamente al folclore sin hacer parada alguna por la transformación. La bailarina asimismo se hace flamenca o se reconvierte en corista, ansiando cubrir con plumas y más plumas su reducido maillot.

Adelita Adrián, corista de 1928, dándole la espalda
al cuplé con elegante displicencia

En definitiva, el cuplé agoniza, las variedades desaparecen y los tiempos cambian, sin posibilidad de dar marcha atrás. En 1936 da comienzo en España una sangrienta guerra civil. Cuando ésta acabe, el cuplé habrá muerto y con él toda una luminosa manera de entender el espectáculo, y la vida.

(1) La flapper, la chica liberada de los años veinte, se caracterizaba por sus faldas cortas, su pelo corto, su maquillaje exagerado y su afición al baile y la bebida. Comparadas con sus madres, las flappers constituyeron la mayor ruptura en moda y costumbres hasta la fecha, hasta que a su vez fueron superadas por la generación de la minifalda, en los años sesenta.

jueves, 8 de marzo de 2012

Intermedio: La imagen de la cupletista III (1ª parte)

Laura Pinillos, belleza distante y distinta, fue una de las divas
de la escena española de los años veinte y treinta

En esta tercera y última entrada sobre la imagen de la cupletista en España, toca entonar un canto de despedida por el cuplé y otro de salutación a la revista musical. En el periodo que transcurre entre los primeros años 20 y el comienzo de la Guerra Civil española, los modos y modas en la escena sufrirán cambios radicales y definitivos, al igual que sucedía en las calles y para el común de la sociedad.
Desparecido definitivamente el "uniforme de cupletista" y aceptada la diversidad de vestuario que implicaba el cuplé "a transformación", en esta tercera etapa de la historia del cuplé podremos ver a las cancionistas, bailarinas, tiples y otras hierbas optar indistintamente, y con entusiasmo, por dos corrientes principales: la nacional, inspirada en el folclore patrio, y muy especialmente (y casi exclusivamente) en el flamenco, y la extranjera, basada en la creciente influencia del cine y los ritmos modernos como el charlestón, el jazz o el tango.
En esta entrada sobre la imagen de la cupletista en los años veinte y treinta, os hablaré sobre la primera corriente, a la que he llamado, desde la ironía y la admiración:

La cupletista flamenca ¡y olé!

La admisión tácita -y discutible- de que andaluz equivale a español, fue una de las principales características estilísticas en los escenarios de este periodo y no hizo más que aumentar con el transcurrir de los años. La influencia de lo andaluz (o flamenco) fue enorme en géneros frívolos como el cuplé, pero también fue muy significativa en la llamada "gran cultura": el enorme éxito popular de la música de Falla, o la poesía y el teatro de Federico García Lorca, pertenecen por derecho propio a esta corriente. Incluso en la incipiente industria cinematográfica, el andalucismo real o impostado fue siempre sinónimo de éxito. Esta corriente atravesó, sin mengua ni tacha, la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y el régimen franquista, éste último hasta bien entrados los años 50 del siglo XX, antes de la llegada del rock y el pop.

Pastora Imperio luce traje de gitana estampado de lunares,
con larga cola de volantes y un precioso mantón

Una dramática como Raquel Meller, cupletista hasta el fin, también supo darle a sus representaciones la marca del andalucismo: su interpretación de "El Relicario", con sencillo traje negro de volantes, altísima peineta y mantilla negra de chantilly encajada hasta las pestañas, es una de las imágenes más reconocibles tanto de la Meller como del cuplé de aquellos años. Lo más curioso de todo es que, fijándonos bien en la letra de este popular cuplé, la acción se sitúa en Madrid y no en Andalucía...
Un día de San Eugenio,
yendo hacia El Pardo, le conocí.
Era el torero de más tronío
y el más castizo de tó Madrí...

La irrepetible "senorita" Raquel Meller, portada del
prestigioso semanario
Time el 26 de abril de 1926

María Jesús, portada de Mundo Gráfico en 1927,
con la versión de la mantilla con madroños

Consuelo Reyes o el ejemplo de que no a todas
les sentaba bien el estilo "Relicario"

Lo cierto es que, comparados con los barrocos uniformes de las primeras cupletistas, los trajes de volantes de las flamencas podían llegar a ser extremadamente vistosos sin necesidad de recurrir a costosas telas y abalorios. Con unos cuantos volantes bien puestos, una cola -pequeña, larga o inexistente- a elección de la cancionista, un mantoncillo ceñido al talle con su revuelo de flecos al mínimo movimiento y una vistosa peineta complementada con florecillas de tela, este traje de gitana, de flamenca o de andaluza constituyó el segundo "uniforme" más reconocido en la imagen internacional de la cupletista española.

Merceditas Fifi también adoptó el "uniforme" andaluz,
en este caso con geometrías y alamares

Poco importaba que se mezclaran influencias sevillanas, cordobesas, puramente gitanas o elementos propios de la indumentaria masculina (chaquetillas o sombreros de ala ancha), lo que se buscaba era el efecto, luminoso y colorista, de una idealizada mujer andaluza.

La inigualable Conchita Piquer, en los comienzos de su carrera,
con traje andaluz de inspiración masculina

Las bailarinas eran un caso aparte, ya que en su vestuario se admitían aún más transgresiones: dependiendo de las necesidades coreográficas las faldas subían o bajaban, se abombaban o caían libremente; los corpiños se ceñían o se despegaban del talle; los escotes podían ser en pico, de barco, frontales o a la espalda,... todo se admitía si el resultado era vistoso para la escena y cómodo para el baile. Con las largas colas se atrevían sólo aquellas que sabían moverlas, una habilidad que no todas poseían: saber pasear por escena una larguísima cola con sus rizados volantes y ya no digamos bailar con ella, otorgaba a la artista una categoría indiscutible.
Antonia Mercé "La Argentina", luciendo traje corto
con can-can, alta peineta y mantilla de chantilly

La opción personal de cada artista le hacía adscribirse, según su humor, su gusto y su economía, a la vertiente más atrevida o a la más clásica del estilo aflamencado. Con unas pocas normas básicas que había que respetar, se admitía prácticamente cualquier variación imaginativa que enriqueciese el atuendo escénico, para así hacerlo más atractivo a ojos del público. La humilde batita de percal con escueto mantoncito ceñido, los moños bajos con sencillas peinetas y las humildes alpargatas (o los pies descalzos) de las auténticas gitanas del Albaicín, poca sensación hubieran causado bajo los focos del escenario.

Imperio Argentina, vestida de gitanita típica y tópica, con pandereta,
aretes, peinetas,
clavel reventón, dijes y mirada sombría

Con las grandes corrientes o ismos de las vanguardias que con cuentagotas se cuelan en España por los Pirineos, es en esta época cuando se empieza a dar mayor importancia al vestuario y a la escenografía. Y es precisamente en los espectáculos de danza, en donde los intelectuales y los expertos en diferentes ramas del arte (la pintura, la música o la literatura) colaboraban para innovar la escena española, basándose en estas vanguardias que iban surgiendo e imponiéndose: el cubismo, el futurismo, el dadaismo o el surrealismo aportaron su influencia en el vestuario de las bailarinas y cantantes españolas, las más de las veces sin que ni el intelectual ni la artista fueran conscientes de ello o incluso muy a su pesar.
Un ejemplo de bailarina a la última: la efímera Nirva del Río
y su sensual estética "art decó"


Paquita Alfonso, con su inclasificable peineta de fantasía,
consiguió ser original y no parecerse a ninguna otra

Pero por muy moderna que pudiera ser o parecer una cupletista influenciada por la última corriente cultural o por el penúltimo ismo, la imagen tradicional seguiría siendo la más admitida y la más copiada. El majestuoso mantón de Manila, codiciado y lucido por las cupletistas de la primera hornada como la más valiosa de sus joyas, sigue imponiendo su presencia tanto en los espectáculos como en las fotografías artísticas, aunque su reinado comienza a mostrar señales de agotamiento.

Encarnita Marzal, ya en 1926, seguía luciendo con señorío
un magnífico mantón "alfombrao" de diseño clásico

Tengamos en cuenta que las medidas del mantón, entre los 115x115 y 140x140 cms de tela, más sus buenos 50 cm de flecos, tapaba en exceso el cuerpo que las mujeres empezaban a mostrar cada vez más, especialmente en escena pero también en la calle. ¿La solución? Llevar mantón... y nada más. Hasta las chicas Ziegfeld, las reinas de la revista musical de Broadway, lucieron los sugerentes mantones sobre sus espléndidas anatomías. En España también tuvimos a nuestras "reinas", véase aquí a la Piquer como magnífico ejemplo.

Una jovencísima Conchita Piquer insinuando
bajo los flecos del mantón toda su belleza

Si en las décadas anteriores era difícil distinguir un mantón de otro, y por ende a la mujer que debajo de él lucía sus encantos, en los años veinte y treinta se vuelve también complicado diferenciar a la cancionista de turno, a pesar del triunfal advenimiento, ya sin escrúpulos, del maquillaje. O precisamente a causa del mismo.

El sofisticado "maquillage" de 1923 podía ser llevado
sin remordimientos por la más decente de las damas

Este maquillaje, exagerado y dramático visto con la distancia de los años, fue utilizado no sólo en escena sino también, ¡qué escándalo!, en la calle. Maquillarse, pintarse, ya no está mal visto ni es cosa tan sólo de artistas. Nuevos productos, más fáciles de aplicar y con mejores resutados, han surgido durante estos años gracias en gran parte al cine de Hollywood. Los polvos de arroz y el blanquete, son sustituidos por sofisticados polvos sueltos o prensados, en diferentes tonos, que buscan casi siempre una estudiada palidez (a un cuplé dramático, la palidez le iba que ni pintada); también en escena quedaban bien los labios de un intenso rojo (desde el carmín al burdeos), que se aplicaba con pincel si era líquido o con barra; la máscara de pestañas, el famoso rimmel en pastilla (nombre basado en una marca francesa) daba una intensidad a la mirada desconocida hasta entonces y se complementaba maravillosamente bien con los tonos oscuros (generalmente negro o gris), ahumados o difuminados, que se aplicaban en los párpados superior e inferior; el rubor, o colorete, en tonos rojizos o rosados, contrastaba con la palidez del rostro y la oscuridad de los ojos, y se aplicaba con generosidad o incluso exceso. A todo esto añadimos, a partir de finales de los 20 y sobre todo en los años 30, la depilación salvaje de las cejas, que incluso llegaban a desaparecer siendo sustituidas por unas cejas pintadas, de formas a veces inverosímiles, que tanto en la calle como en la escena transformaban la expresión de la mujer según su gusto y circunstancia.

Una desconocida y jovencísima Aurora Redondo en 1928,
con el maquillaje "dramatizado" para escena

Este maquillaje, que tan bien se adaptaba a la imagen típica de la andaluza, se convirtió en seña de identidad de la cancionista flamenca o española. Con sus peinetas de hueso, carey o baquelita, sus moños bajos, el pelo tirante a base de brillantina, las ondas al agua y las cada vez más enormes peinas, la cupletista aflamencada componía una imagen impactante, inmediatamente reconocible en su época y trasfondo. Con el tiempo devino en tópico y fue perdiendo su efecto inicial -amén de su frescura-, se convirtió en un estándar y como tal ha llegado hasta nuestros días.

Rocío Jurado, con cejas depiladas, ondas al agua y altas peinas de carey:
imagen inspirada en sus "antepasadas" de los años veinte y treinta

En cuanto a los complementos, los ya conocidos: peinetas, abanicos, flores naturales o de tela, largos collares de cuentas, pendientes largos, zapatos de tacón carrete, castañuelas, panderetas y multitud de abalorios. Si el material era noble o espurio (léase, plástico), dependía del nivel de la artista y no siempre lo más humilde implicaba falta de estilo ni de imaginación, si acaso todo lo contrario.
"Ojos de española", publicidad de la Perfumería Floralia en 1927,
la imagen más reconocible de la misteriosa mujer andaluza

En resumen...

Esta corriente nacional del atuendo escénico, que funde y confunde lo español con lo flamenco, nos dejó una imagen de la cupletista que pasaría a ser prácticamente "la única" en los años posteriores a la Guerra Civil, cuando el cuplé desaparece y surge la tonadillera. Las folclóricas, con sus inseparables batas de cola, serán a la cupletista tradicional lo que el automóvil al coche de caballos: los dos hacen lo mismo pero el uno aniquilará, sin remisión, al otro.

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