La protagonista de esta entrada tiene una historia tan atípica que su clasificación se me hace muy difícil, por no decir imposible. No fue cupletista y acaso ni tan siquiera fuera bailarina, y sin embargo fue una de las otras bellas del cuplé, tanto por su personalidad extravagante e innovadora como por su breve -pero intenso- paso por los escenarios. Su figura, con tintes de trágica leyenda, le hace merecedora de una entrada dedicada a ella en exclusiva. Juzgad vosotros mismos.
Namouna, bailarina
El 5 de enero de 1913 aparece anunciado en prensa, con tratamiento de gran suceso, el debut el día 7, en el Trianón Palace de Madrid, de una desconocida bailarina exótica llamada Namouna. Su estilo resulta inclasificable: por un lado la llaman bailarina india, por otro lado es oriental (cambodge, la forma francesa de Camboya), además tiene toques de las danzarinas de Tebas y Menfis(!), y su estilo recuerda al de las danzas gnossianas de la antigua Grecia, en resumen, el tipo de baile que en España derivó en la chacona, la jácara y el actual garrotín...
En fin, Namouna es de todas partes y de ninguna, y como tal pertenece al muy heterogéneo grupo de las bailarinas exóticas que, en la Belle Époque, pulularon por los escenarios del mundo con mayor o menor suceso.
Mata Hari, Cléo de Mérode, Tórtola Valencia, Isadora Duncan o la mismísima Carolina Otero cultivaron este género, algunas en exclusiva y con cierto rigor estilístico como la Duncan; otras como "tapadera" para lucir un cuerpo escultural que era en realidad todo su talento, como la Otero o Mata Hari; y otras, como Tórtola, auténticamente exóticas, innovadoras e inclasificables.
Cléo de Mérode, una de las grandes cortesanas de su época,
cultivó entre otros géneros el del baile exótico
Mata Hari, bailarina tan javanesa como holandesa,
ha pasado a la posteridad por sus actividades como espía
En este sentido la misteriosa Namouna no era más que una de tantas, aunque algunos datos de su biografía le hacían algo más interesante que el resto. De hecho, de exótica en España tenía poco, ya que española era y más concretamente sevillana. Su cortísima y, al parecer, exitosa carrera era tan breve como desconocida, ya que había debutado en París en el mes de mayo de 1912 y allí había actuado en diferentes music-halls antes de partir para Niza, donde consiguió rentabilizar el renombre conseguido en la capital francesa. De todo esto en España nada se sabía... que no hubiera dado a conocer la propia interesada.
Para su presentación en Madrid ha decidido traer uno de sus más aclamados números de danza, titulado "Vision d'art". En él va vestida -mejor dicho, desvestida- con opulentas sedas de origen oriental cuyo valor "no baja de los 14.000 francos" y su rostro se oculta bajo una cascada de diamantes y perlas. El resto de valiosas joyas que adornan su atuendo llegan a pesar cerca de los 35 kilos, algo meritorio si tenemos en cuenta que con todo eso encima tenía Namouna que ejecutar su número. Aunque también es cierto que para este tipo de danza, de movimientos lánguidos y sensuales balanceos, semejante peso no era óbice sino acaso todo lo contrario.
Es anunciada en prensa junto a sus compañeras en el Trianón, estrellas de la época como Adelita Lulú, la Troyana y una recién llegada Zazá. Curiosamente aparece en las carteleras como "bailarina exótica" o simplemente como "¿Namouna?", entre unas interrogaciones que tanto pueden significar la incapacidad de la empresa del teatro para clasificar su arte, como su deseo de jugar la carta publicitaria del misterio.
El caso es que llega, inevitablemente, el día del debut en el Trianón. El público es el habitual de este salón y otros parecidos: generalmente masculino, en gran medida joven y en su mayoría desinhibido y con ganas de jolgorio. Salen a escena las cupletistas y nada pasa, que no sea lo de siempre. Sale a escena el número fuerte de la noche, la muy esperada y enigmática Namouna, y pasa... lo que nadie esperaba que pasara. El debut es un fracaso estrepitoso, siendo pitada, abucheada e insultada. Le dicen de todo, menos bonita, en un lenguaje que un crítico calificará como indigno para una dama y tan solo apropiado para los toros. La artista, sobrecogida y temblorosa, hace mutis en medio de un aluvión de improperios. Al día siguiente, presionada por la empresa y esperando un milagro, vuelve al escenario del Trianón. Con más miedo que vergüenza y más valor que Belmonte, la pobre Namouna vuelve a encontrarse con la misma acogida hostil y el milagro, como era previsible, no se produce. La empresa rescinde el contrato y la exótica bailarina se queda plantada en la calle con sus velos de seda y sus 35 kilos de joyas, unos y otras no tan valiosos como se decía. Ahora ya sabemos lo que significaba la interrogación con que fue anunciada: nunca confió la empresa en su éxito y la respuesta a la pregunta no fue otra que el despido.
Pasan unos días y el misterio de Namouna comienza a despejarse, tanto el de su auténtica personalidad como el del motivo de su fracaso. Javier Betegón, el periodista de La Época que le pusiera nombre artístico a La Fornarina, escribe un largo artículo, conmovedor y esclarecedor a partes iguales: Namouna no es otra que Luisa Pedreño, en otros tiempos ya lejanos, dama de la más alta sociedad madrileña.
Aunque la historia de Luisa es larga y merece ser contada en detalle, resumiéndola en grandes rasgos no es más que la triste historia de una "venida a menos", una mujer que todo lo tuvo en su juventud y que ahora busca, erráticamente, la forma de recuperar esplendores pasados.
Veinte años atrás fue una gran belleza, con cierto halo de femme fatal, modales exquisitos, un agudo ingenio y un desparpajo que le hacía sobresalir entre sus contemporáneas. De orígenes algo oscuros, gracias a su prodigiosa belleza se casa con un acaudalado minero murciano al que se referían elocuentemente como "el gran Pedreño", del que Luisa toma su apellido, al estilo francés. A pesar de su pasado algo turbio, posee una esmerada educación, sabe varios idiomas y domina el francés, tiene un gusto extraordinario para la moda y se convierte en la más elegante de los salones aristocráticos de Madrid. También es extravagante y caprichosa: sus joyas son ostentosas, como ostentoso es su faetón, tirado por un tronco de cuatro soberbios potros. Ella misma guía "con delicada mano de hierro" su coche por la Castellana, camino del Hipódromo, a toda velocidad. Su belleza, inquietante y oscura, le hace merecedora del sobrenombre de la "Venus de la Necrópolis". Reconoce no haberse enamorado nunca, ni de su marido ni de ningún otro, porque se considera demasiado inteligente para ser esclava del amor. Y sin embargo su inteligencia no le ha impedido esclavizarse, en su caso al dinero y al derroche.
Las cosas le van mal al gran Pedreño, que se ha metido en un negocio con el padre de Romanones, en unas minas del Rif, que no ha terminado de cuajar. Antes de perder ante la sociedad española el estátus que sólo una gran fortuna podía darles, el matrimonio decide trasladarse a París, todavía con el capital suficiente como para vivir con cierto lujo. Durante un tiempo mantienen un salón y, siempre según Luisa, a su tertulia acuden figuras intelectuales de la época como Huysmans y Octave Mirbeau.
Una de las últimas imágenes de Huysmans, a quien Luisa
Pedreño consideraba como "algo desequilibrado"
A Mirbau lo consideraba como a un hombre distinguido
y "chic", en contraste con la crudeza de su prosa
Pero la desgracia llega, en este caso a todo galope. Su marido se cae del caballo, durante un paseo por el Bois de Boulogne, y se lesiona gravemente la columna vertebral. Durante un tiempo sobrevive, casi totalmente paralizado, abandonando unos negocios que ya no iban demasiado bien. A su muerte la situación económica se muestra en toda su crudeza: Luisa Pedreño está en la ruina. Se ve obligada a buscar una salida y enfrentándose a la verdad, en este caso a la que el espejo nos muestra, comprueba que aún le queda algo de la oscura belleza de antaño, aquella que le dio el sobrenombre de "Venus de la Necrópolis". En París hay multitud de mujeres, más o menos bonitas que ella, que muestran sus encantos en los escenarios de los music-halls con escaso talento pero excelentes resultados en lo económico. Decide hacerse artista, en parte aconsejada por una pariente de su marido, una tía lejana, que con ellos residía. Debuta en París como bailarina exótica bajo el nombre de Namouna (título de un poema de Musset, posteriormente ballet de Lalo), de allí pasa a Niza y, acercándose cada vez más a España, decide volver a su país donde espera impactar con su misterio y su exotismo. Su tía le anima al respecto: en España los hombres son galantes y el público es más correcto y generoso que el francés. Está claro que esta pobre mujer, se supone que de avanzada edad, no ha vuelto a España desde los tiempos de Eugenia de Montijo.
La lánguida Namouna del poema de Alfred de Musset,
perfecta muestra del orientalismo decadente
Lo que ocurrió después, ya lo sabemos. El público español, no tan correcto y generoso como el francés pero tampoco tonto, pudo ver en Namouna el engaño y la falta de vocación -y auténtico talento- de Luisa Pedreño. Los años, además, no perdonan: la Otero fue una excepción, no la regla. La grosería no tiene disculpa pero sin duda el número de Namouna fue un engaño, un bluff imposible de consentir. El caso es que la situación de Luisa se volvió desesperada ya que no le quedó ni tan siquiera lo necesario para poder pagarse el billete de vuelta a París. Ante este triste panorama, Betegón se apiada de ella y consigue de Tirso Escudero, el empresario de la Comedia, disponer de su teatro para organizar una función en beneficio de la fracasada Namouna.
Teresita Zaza, cupletista de cierta fama, en 1913 estaba
todavía en sus comienzos
La encantadora Trigueñita, a la izquierda, y la imponente
Troyana, supieron ser generosas compañeras
En el beneficio se ofrecen a actuar, demostrando así la generosidad que al público le faltó, artistas de la talla de Pastora Imperio, Argentinita y Chelito. Aparte de ellas, el elenco completo, que merece ser mencionado, fue el siguiente: Preciosilla, Adelita Lulú, el cantaor Pepe Medina, Pilar Monterde, el jotero Moreno, las Hermanas Pay-Pay, la Trigueñita, Mussetta, Pilar Linares, el guitarrista Victor Rojas y ¡la propia Namouna!, eso sí, con otro de sus números, dedicado esta vez a la legendaria Lola Montes.
El beneficio resulta ser un éxito. Las entradas se agotan enseguida y entre el público figuran numerosos aristócratas y miembros de la más alta sociedad madrileña: la curiosidad es poderosa y quién sabe si también poderosa, fue en este caso la posibilidad del escarnio, la ocasión irrepetible de ver en lo más bajo a aquella orgullosa criatura que habitó en lo más alto.
Luisa, en el comedor de Caridad, acompañada por el
Caballero Audaz y la princesa Fabiola Massimo de Borbón
No sabemos si Namouna, despojada de sus gasas y convertida ya para siempre en Luisa Pedreño, regresó a París. Si lo hizo, volvió al poco tiempo y en malas condiciones, porque en 1920 nos la encontramos de nuevo, esta vez en el comedor de pobres vergonzantes(sic) del Asilo de María Inmaculada de Madrid. Allí, atendida por hermanitas de la Caridad y servida en la mesa por desprendidas damitas de la aristocracia, Luisa come y sobrevive gracias a la generosidad ajena. Para el número del 15 de mayo de 1920 de la revista La Esfera, acompañado por el fotógrafo Campúa, El Caballero Audaz entrevista a Luisa en el asilo, pero es difícil sacarle las palabras: poco le cuenta sobre su esplendoroso pasado, nada sobre su breve paso por los escenarios y algo sobre su presente, en el que la pasión por la lectura se ha convertido en su único entretenimiento. Aún es coqueta, va vestida a la (pen)última moda, un diminuto velo oculta sus ojos maquillados con difumino y sus manos están perfectamente cuidadas, las mismas manos con las que ha realizado las flores de papel que adornan las mesas del comedor de caridad. No tiene familia, no tiene amigos, ni dinero, ni otra cosa que no sean los recuerdos. "Las palabras son ácidas y sólo el silencio es dulce", le dice al periodista en perfecto francés. Y calla. Y come, con perfectos modales de gran dama, su humilde plato de lentejas.
Una historia que al leerla te hace sentir como si estuvieras en otra época.
ResponderEliminarMe encontré con ella de casualidad y me pareció interesante incluirla en el blog. Es conmovedora y tiene todos los ingredientes de un "culebrón"... puro cuplé.
EliminarVerdaderamente, quisiera por de este prodigioso blog. Riguroso, conciso y muy sugerente.
ResponderEliminar¡Enhorabuena! Y gracias por mantenerlo
Si me lo permite, voy a sugerir un nombre para próximas investigaciones: Helena Cortesina.
Muchas gracias por tu comentario, me anima enormemente a seguir con este blog y ofreceros todo lo mejor que pueda dar.
EliminarEn cuanto a Helena Cortesina, personaje peculiar y polifacético, tomo nota... me parece muy interesante dedicarle una entrada a una mujer tan extraordinaria y desconocida.
Gracias por la sugerencia y por la felicitación.
Enhorabuena por el blog.
EliminarSoy Elena Cordero, una investigadora de la vida de Helena Cortesina y me interesaría mucho saber cómo llegaron a saber de su existencia y qué saben sobre ella.
Por favor, cualquier información útil que puedan darme escriban a lnach.cordero@gmail.com.
Muchas gracias!